Frontera colombo-venezolana: ilegalidad sin límites

Frontera colombo-venezolana: ilegalidad sin límites

La frontera, como línea trazada arbitrariamente en los confines de un país que lo separan de sus vecinos, no sólo delimita el territorio sobre el que un Estado ejerce su soberanía, sino que demarca y configura también las identidades, los procesos culturales, las dinámicas políticas, económicas y la cotidianidad. Una frontera constituye una realidad humana y no sólo territorial, pero más allá de las complejas políticas de identidad que desde allí se construyen, la frontera es una región geopolítica con vida propia, que bien podría definirse en términos de su interacción.

Revista Perspectiva / Sala de redacción





El límite divisorio entre Colombia y Venezuela que se extiende por un espacio de 2.219 kilómetros, es la segunda frontera terrestre más extensa de América Latina, después de la que comparten México y Estados Unidos, y una de las más dinámicas de la región. Para Socorro Ramírez, profesora titular del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia, coordinadora de distintos grupos de investigación y escritora de varios libros sobre la frontera y las relaciones binacionales, allí transcurre una vecindad estrecha y paradójica:

Por un lado, en la Alta Guajira, en el extremo norte de la frontera, donde se centran las más intensas disputas por la delimitación terrestre y marina entre los dos Estados, se encuentran los Wayuu, la mayor comunidad binacional de ambos países. Siguiendo por el límite hacia el sur, las selvas húmedas del Perijá y del Catatumbo generan ecosistemas estratégicos compartidos, pero no por ello cuentan con protección conjunta. Más adelante, el ámbito andino es el más poblado y desarrollado; su red vial comunica a las dos naciones y a cada zona fronteriza con su centro político nacional y con parte del territorio de cada país. Pero allí construir, ampliar o incluso pintar los dos puentes internacionales requiere de interminables negociaciones que, cuando avanzan, son frenadas por alguna tensión binacional. Más abajo se encuentran los Llanos, una extensa planicie compartida y habitada por una población estrechamente articulada, a tal punto, que los araucanos tienen que ir por Venezuela para abastecerse en Cúcuta. Finalmente, en el extremo sur del borde, el perímetro de la Orinoquia-Amazonia tiene pocos habitantes, que se sirven de la complementariedad para su subsistencia. Su gran biodiversidad y sus caudalosos ríos podrían permitir proyectos binacionales estratégicos y fluidos intercambios colombo-venezolano-brasileños, pero prima la tensión entre la responsabilidad de Colombia de cuidar las cuencas y la de Venezuela de garantizar la libre navegabilidad por los ríos comunes. Allí ni siquiera se coordina el manejo de los parques nacionales que están uno al lado del otro.

La heterogeneidad de esta frontera, la diversidad de ámbitos territoriales y las variadas dinámicas de interconexión, la han convertido en un complejo desafío en términos de seguridad, desarrollo social, infraestructura, crecimiento económico y políticas públicas para ambos Estados. No en vano, a esta región se la asocia automáticamente con conceptos como abandono estatal, violencia y narcotráfico, y aunque una zona de frontera es por definición compleja, más no necesariamente conflictiva, en este caso ese estigma hace parte de una realidad que parece deteriorarse con el tiempo.

Socorro Ramírez, en su contribución especial para Perspectiva, señala varios factores que han incubado y articulan la criminalidad transfronteriza con diversos contrabandos (como el de gasolina, drogas, precursores, armas, explosivos, etc.) que estimulan la inseguridad y violencia en la frontera.

En primer lugar está la ausencia o deformada presencia de los Estados en la zona fronteriza, que ha impedido controlar los efectos de procesos extractivos (carbón, petróleo, diamantes, oro, bauxita, coltán, etc.), o de los cultivos de marihuana, coca y amapola para mercados ilícitos, y que es aprovechada por los grupos irregulares.

En segundo lugar, dicho extractivismo, además de las bonazas ilegales y la articulación del conflicto armado con el negocio de las drogas, han atraído a las FARC, el ELN y los paramilitares (entre otros grupos irregulares), que se han disputado el control de las rutas y tráficos en la zona.

En tercer lugar, el dinamismo del comercio andino y binacional no ayudó a reconvertir las zonas fronterizas por las que pasó, por lo que paradójicamente continúan viviendo del diferencial cambiario y el contrabando.

En cuarto y último lugar, la relación intergubernamental entre Colombia y Venezuela, que ha sido oscilante entre tensión y acercamiento, y el establecimiento de ciertos liderazgos presidenciales –mesiánicos, desinstitucionalizadores y desconfiados de la diplomacia- paralizan los canales de comunicación y han agravado la situación fronteriza y las precarias condiciones de vida de las poblaciones.

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