Gustavo Coronel: La muerte de un Tequeño

Gustavo Coronel

Aunque los pueblos generalmente no mueren sino que se transforman hay transformaciones que equivalen a la muerte. La experimentada por Los Teques, de aldea perdida en la bruma durante los años 30 y 40 a desorganizada ciudad en los 80 y ahora, ha equivalido a una muerte, al menos para los tequeños sobrevivientes de aquella época, quienes recuerdan la calidad mágica del pueblo, su clima, el inmenso reservorio de talento y de sentido del humor que allí moraba y las características extraordinarias de un pueblo donde a los muertos se les enterraba al ritmo de una guaracha, el sacerdote del pueblo perseguía a los niños con un garrote, el campanero de la iglesia había sobrevivido un aterrizaje en picada desde lo alto del campanario,  uno de los poetas del pueblo alegaba que su mejor poema era “La Vuelta a la Patria” de Pérez Bonalde y las ratas se comían la pantalla de los cines en pleno espectáculo, dando origen a airadas protestas del público de gallinero. En ese pueblo de escasos 10.000 habitantes había filósofos como el Negro Federico Escobar, teóricos del marxismo como el Chino Landaeta, conservacionistas como José Balbino León, poetas de verdad como Carlos Gothberg y Rubén Ángel Hurtado, notables periodistas como Julio Barroeta Lara y Ezequiel Díaz Silva, (a) Moquillo, analistas militares como el zapatero Chicho Conzoño, quien además jugaba una buena segunda base en béisbol, boticarios como mi papá, Garván y Roberto Henríquez, barberos como Gumersindo León, Marrero y Capote, bodegueros como Herrera y Taborda, sobadores (lo cual en aquella época no tenía connotaciones sexuales), musicólogos como German Luna y el suscrito, locas como Victoria y la Viejurra, médicos como Moros, Morillo y Estrada, millonarios como Pedro Ruso, joyeros como Guillén, comerciantes como los Morantes y los Almosny, educadores como Isaías Ojeda, Puyula, dentistas como el Dr. Mendoza y Bracho, tomadores de pelo como los Aguilar, dueños de tiendas de comestibles como los Gordils y los Viera, deportistas como los Navarro y los Fiorillo en fin, un conglomerado multicolor de gente cordial, que se saludaba incesantemente y cuyas casas estaban siempre abiertas para los amigos.  

No hablo de humoristas porque todos los tequeños de esa época eran humoristas. El ingenio era una cualidad que estaba, disponible para todos, en el aire que se respiraba. El chiste, la frase original, estaban siempre en los labios de los tequeños. Muchas de las muchachas eran bellas, simpáticas todas. Las diferencias de opinión se ventilaban a golpe limpio en un rincón de la Vuelta del Paraíso, eventos a los cuales asistía numeroso público y hasta se cruzaban apuestas. Cada contrincante elegía su entrenador o segundo en la esquina. El mío fue Julio Barroeta en mi confrontación con uno de los Salaverría,  adquisición que hice después de haber perdido mi primer encuentro con Héctor Penso.

Fue en esta Los Teques, cuya transformación en ciudad ciertamente no fue para mejorar, que creció y vivió durante su niñez y adolescencia  Rafael, Chilo, Lazo, una de mis últimas anclas espirituales con el pueblo que se nos fue. Como nunca nos vimos más, después que salimos del pueblo, siempre lo recordé como era, un joven delgado, muy bien parecido, de correctas facciones, de aspecto aristocrático, quien se casaría con Balita Rízquez, una de las muchachas más bellas del pueblo. Fue hace un par de años, casi unos 70 años después, que me re-encontré con Chilo, por la vía del Internet,  ya octogenarios ambos, el cuatro años mayor que yo. Chilo conservaba su invariable optimismo y su sencillez desbordada de humanidad. Comenzó a enviarme casi a diario unas notas sobre la Venezuela en la cual vivía, llenas de una bella sencillez, alegres a pesar de las tragedia que lo rodeaba, viendo siempre el lado optimista de la situación, recordando a Los Teques, a sus primeros años como vendedor, actividad en la cual llegó a ser de excepcional calidad en algunas de las más importantes empresas del país y sus diarias caminatas en el Parque del Este.





Ayer recibí una noticia, ya no de Chilo, sino de una de sus nietas, donde me notificaba la muerte de Chilo a sus 90 años.  La muerte de un viejo tequeño es la muerte de aquella Los Teques en la cual crecimos y fuimos tan felices. Quien haya vivido en aquel pueblo neblinoso, lleno de arrieros, de beatas, toreros  y humoristas, logró acumular en el Banco de la Felicidad un inmenso saldo positivo, el cual nos acompañaría durante toda la vida. La muerte de un hombre sencillo y cordial, de 90 años, nos arranca una lágrima pero el recuerdo de los años felices compartidos con él nos produce también una sonrisa.