El “Quasimodo” caraqueño: No era jorobado pero sí enano

El “Quasimodo” caraqueño: No era jorobado pero sí enano

 

No era jorobado, pero sí enano y ponía los pelos de punta.





La Catedral de Caracas cuenta esta leyenda escalofriante. Aún hoy, el relato eriza la piel a quienes pasan de noche, a pie, por sus alrededores. La leyenda se llama “el enano de la catedral” y cuenta que, al pasar la medianoche, aparece un enano con un aspecto amable y una sonrisa amistosa, pero ¡las apariencias engañan!.

El relato se centra en la Caracas de los “techos rojos” debido a que la capital aún conservaba sus techos de tejas. Las personas vestían a la usanza española y luego a la francesa con la llegada de Antonio Guzmán Blanco al poder, publican en el reportecatolicolaico.com.

Al mediodía la gente iba a misa y después a conversar en la plaza mayor, acerca de cualquier tema en particular. Luego y años más adelante los caraqueños disfrutarían de los conciertos ofrecidos por la banda marcial de la ciudad. Caracas, a pesar de alguno detalles, era un paraíso en aquella época.

Pero las noches no eran para andar por ahí solo ni acompañado. Había que recogerse temprano porque Caracas era muy oscura, solo se podía iluminar con faroles de aceite de algún animal y había uno en cada casa de la ciudad.

Eran esas mismas noches las que escogían los abuelos, para hablar reunidos con la familia. En esas conversaciones se narraban cuentos de aparecidos. Muchos niños pequeños no aguantaban el miedo y se iban a dormir, pero los más grandes y valientes se quedaban a oír, bajo su propio riesgo, aquellas historias.

La catedral es un lugar emblemático en la capital venezolana. Está en pleno corazón de la ciudad. Antiguamente, el valle de Caracas era frío, sobre todo de noche y un joven muy bien parecido se paseaba por los alrededores cada noche, camino a encontrarse con su enamorada. El hombre iba a pie, cantando y tomando ron para poder calentarse y calmar el frió del camino.

Un día, iba nervioso y no atinaba a comprender la razón. La atribuyó a la emoción de encontrarse con su amada. Sentía que lo seguían pero, al ver atrás, eran solo perros callejeros.

Pero al llegar a la entrada de la Catedral, se topó con una silueta, se acercó y vio a un hombre, muy bajo de estatura, vestido a la usanza de la época colonial. Con un sombrero elegante y de buen vestir, el hombre, al verlo, lo saludo con una mano.

El muchacho, algo confundido, pensaba qué haría ese enano allí, pero respondió al saludo. En ese preciso momento el enano le hace un gesto para que se acerque y le pide lumbre para su cigarro. El joven, por no querer ser descortés, sacó su mechero y le encendió el tabaco.

La advertencia de los abuelos, por generaciones, era cierta “no le des fuego al cigarro del enano”. Al hacerlo, “puedes sufrir el mayor miedo mortal en toda tu vida”, advierten los mayores.

La sorpresa fue mayúscula para aquél ser desdichado pues el enano, de repente, sonrió diabólicamente mostrando unos colmillos muy afilados, y comenzó a crecer y a crecer descontroladamente. Al tomar la primera bocanada de humo, el espanto comenzó a crecer hasta alcanzar el tope del campanario y, con el índice apuntando al reloj, dijo con voz cavernosa: “Son las doce y cinco de la madrugada en Caracas y en el reloj de San Pedro, en Roma, son las seis en punto…”. Y girando hacia el hombre le dijo: “gracias por el fósforo, amigo, ahora quieres venir conmigo a conocer el verdadero fuego del infierno?!”.

El espanto echó una carcajada que resonó en toda la ciudad y como si fuera un muñeco de resorte, volvió a su tamaño original. Pero ya el hombre, despavorido, había huido a todo dar por la esquina de Veroes, recitando oraciones con lo que le quedaba del gañote.

El hombre, aterrorizado, se persignaba y rezaba todo cuanto sabía al tiempo que corría a toda velocidad aferrado a su cruz de palma – bendita el Domingo de Ramos- que siempre guardaba en el bolsillo.

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