A la sombra del samán: La última conversación con el preso Leopoldo López

A la sombra del samán: La última conversación con el preso Leopoldo López

Cayetana Alvarez de Toledo abraza a Leopoldo López

 

 

 

Por fin un día manso, pensé. Ver pasar a los presos golpistas camino del Tribunal Supremo, retomar Zuleijá abre los ojos, un regalo de mi amigo Jorge Ferrer, esperar con felicidad maternal la caída de la tarde. En eso estaba cuando entró un whatsapp: “Llego la Libertad!!!!!! Leo está LIBRE!” Y una hilera de emoticonos con banderitas de Venezuela. Era Lilian Tintori. “Llegó el día, Caye. Lo fueron a buscar a casa y está en La Carlota con Juan Guaidó y los militares. Está LIBRE y hoy van a liberar a Venezuela”. Y zooooom, una foto: contra un cielo de plomo, alba sucia, aparecía Leopoldo López conversando con un grupo de militares, robocops con distintivo azul en el antebrazo. Azul ONU. Azul Europa. El azul de los soldados demócratas. Le contesté a Lilian, difundí la foto en Twitter y abrí mi no tan viejo cuaderno de notas.

Por CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO / El Mundo

El pasado 28 de enero logré entrar clandestinamente en casa de Leopoldo López en Caracas. Hasta ahora no había podido contarlo para no perjudicarle. Leopoldo llevaba desde junio de 2017 en arresto domiciliario y tenía prohibido hablar con periodistas, so pena de ser devuelto a una sórdida celda de la prisión de Ramo Verde. Entré con Lilian y dos chicas de su equipo, confundida en un revuelo de melenas y carcajadas. Los cinco guardias bolivarianos que a esas horas, de siesta española, vigilaban la puerta apenas me miraron. Y yo tampoco a ellos. Crucé el patio con el corazón apretado. La última vez que había visto a Leopoldo había sido precisamente en Ramo Verde. Bueno, únicamente había visto su brazo, saludándome entre las rejas. Lilian y yo, debajo, gritando, impotentes.

Esta vez entré en el salón de la casa, una extensión del jardín y, al tiempo, un jardín de infantes: juguetes, colorines, vestigios del primer cumpleaños de Federica, concebida en la cárcel. “¡Leo, baja, mira quién ha venido a verte!”, anunció Lilian. Leopoldo, barba de cuatro días, los ojos encendidos, bajó los escalones de dos en dos. Nos abrazamos.

La tarde se fue yendo, primero en su despacho. Sobre una alfombra de colores, cientos de libros apilados y en las paredes, algunos dibujos hechos en la cárcel. Lilian abrió una botella de vino y empezamos a conversar. ¿Por dónde empezar? Yo no traía un guión. Lo primero era simplemente observarle, buscar los rastros del cautiverio, más allá del grillete electrónico en el tobillo, que me enseñó con un gesto travieso: “Mira, el mapa de Venezuela…”. Noté que tenía el pelo más blanco y el cuerpo de hombre disciplinado. “Sí, entreno todos los días. Como en la cárcel. Me despierto sobre las 5. A las 6 salgo al patio para que los guardias me hagan la primera foto con el periódico del día. ¡Soy un delincuente, ya sabes! Cuatro fotos al día… Luego, a partir de las 6:30 hasta las 11 o 12 de la noche, trabajo sin parar. Hablo con unos, con otros. Con los de dentro, con los de fuera. Coordino, planifico, organizo…” La liberación democrática de Venezuela, murmuré, trabajo singular… Y en ese instante apareció la pequeña Federica, rodando. Y una voz desde el patio: “¡Hora de hacerse la foto!” “Ya voy, ya voy…”.

Empezó a caer la noche, quieta y suave, y Lilian sugirió que subiéramos a la terraza. Allí, bajo la copa densa y ancha de un gran samán, hablamos del espanto vivido y la esperanza en construcción. Antes de su traslado a casa, Leopoldo López había malvivido tres años y medio aislado en Ramo Verde. Son muchas albas y tardes y noches. Le pregunté por la supervivencia, su fórmula. Me contestó con sencillez. “Yo pensaba: esto le ha tocado a otras personas antes que a mí. Si otros pudieron sobrevivir, yo también. Lo analizaba de manera simple, sin mucha filosofía. Me decía: a ver, ¿cuál es el mejor método para encarar la cárcel? ¿Cómo me organizo? Pensaba en los viajes de Magallanes. En las grandes travesías de los marinos en soledad. En las experiencias de otros presos, claro. Y me hice mi película. Siempre mirando hacia adelante, siempre, siempre hacia adelante, con los tres elementos esenciales en orden: cuerpo, alma y mente. Leía. Hacía dos o tres horas de ejercicio al día, aunque estuviera encerrado en un habitáculo mínimo. Y empecé a rezar.”

Noté que llevaba un crucifijo de madera en el cuello. Y a su vez él notó que yo tomaba nota mental. Me preguntó: “¿Tú rezas?”. “No mucho, no…”. Y prosiguió: “Cuando eres chiquito aprendes a rezar mecánicamente. Eso puede darte apoyo en momentos difíciles. Pero es muy distinto a la oración. En la oración entablas una conversación con Dios, en la que al principio parece que estás solo. Que no hay respuesta. Pero de pronto llega. Por ejemplo, durante la huelga de hambre que hice en 2015: no comí durante 29 días, perdí 14 kilos, pero estaba espiritualmente elevado. Por eso pude resistir.”

La resistencia pacífica, sí. Pero con un punto crucial de desafío. Ante las torturas más o menos perversas, incluso estúpidas, del régimen, la estrategia de Leopoldo López fue siempre responder: “Si tú me hablas alto, yo grito. Si tú me tocas, yo te empujo. Tú podrás más que yo, pero te llevarás tu parte.” Un día le quitaron la bolsa de boxeo de su celda. Cogió su colchón, lo colocó contra la pared y empezó a golpearlo hasta romperse los nudillos. Su cancerbero entró corriendo, demudado ante el espectáculo de fuerza y sangre. Y la bolsa volvió a su lugar.

Estaba yo digiriendo la escena cuando reapareció, luminosa y cálida y casera, Lilian: “¡Traigo la cena!” Una bandeja llena de tostas con anchoas, salchichón picante y algo de jamón. Se había hecho ya de noche y encendimos una vela. Manuela, diez años ya, había subido detrás de su madre marcando el camino con una linterna amarilla. “Enséñale a Cayetana donde está Marte”. En la esquina de la terraza, entre macetas pletóricas, un periscopio apuntaba al cielo. Manuela pegó la frente al aparato y empezó a moverlo locamente desde El Ávila hacia arriba. “¡Lo tengo, lo tengo, Papá! ¡Ahí está Marte! ¡Mirad, mirad!” Seguimos hablando. Ahora del presente, que entonces -28 de enero, repito- era la reciente proclamación de Guaidó como presidente constitucional de Venezuela, el punto de inflexión en años de dramática lucha por la democracia y la libertad.

O quizá el punto de inflexión fue anterior: la salida de la cárcel de Leopoldo, criticada por muchos como una abdicación. “Mucha gente se volteó. Creyeron que me había rendido. Que había pactado con el régimen”. Algunos buenos amigos incluso le sugirieron que se fuera al exilio. “Me negué. ¿Qué iba a hacer yo con una corbata, yendo a visitar a líderes extranjeros? Preferí quedarme aquí. Hacer política. Reinventarme.”

La enésima reinvención de Leopoldo López. Me lo dijo casi como un consejo personal: “Hay que saber reiventarse. Yo he tenido que hacerlo muchas veces. Cuando quise ser alcalde de Caracas y me inhabilitaron. Cuando quise ser candidato a presidente del Gobierno y me lo impidieron. Cuando me detuvieron. Y finalmente cuando me mandaron a casa en arresto domiciliario.” Entonces empezó una fase de silencio exterior y acción interna: paciente, sostenida, sigilosa. Leopoldo López se dedicó a la ardua tarea de articular, por un lado, un frente común de fuerzas opositoras y, por el otro, una alianza internacional contra la dictadura de Maduro. Al mismo tiempo impulsó el llamado Plan País, del que aquella noche me habló con pasión y detalle de cirujano: la inyección de divisas para la estabilización macroeconómica y la atención urgente de la emergencia humanitaria, la recuperación del territorio cedido por el chavismo a un siniestro abanico de organizaciones criminales, la reconstrucción de la industria petrolífera…

Esta imparable actividad en la sombra exigió cientos, miles, de conversaciones con dirigentes venezolanos y extranjeros. Como la que yo misma presencié, en inglés y en español, en la que empezó a urdirse la fallida operación de ingreso de ayuda humanitaria por Cúcuta, Curazao y Brasil. Al colgar, Leopoldo me explicó: “He estado un año y medio al teléfono, con este pinganillo colgado al oído, hablando y hablando.” “¿Y nadie te lo ha impedido?”, pregunté, alucinada. Me contestó riendo, con exclamaciones y un titular: “¡Es una revolución democrática y constitucional por whatsapp!” Entonces terció Lilian: “Y pensar que cuando Leo salió de la cárcel no sabía lo que era Whatsapp. Ni Periscope. Ni una nota de voz”. Leopoldo echó la cabeza hacia atrás y, mirando hacia las ramas del samán, se encamaró otra vez a los recuerdos. “No te imaginas, Cayetana… Estuve casi cuatro años sin comunicación alguna con el exterior. Sólo dos o tres veces conseguí que me dejaran un *perolito* [un viejo celular]. Era como si un cohete me llevara a la luna.” La tecnología, arma de reconstrucción masiva.

Le pregunté entonces por los militares, el último bastión de la tiranía.

Lilian exteriorizó sus temores, que eran entonces y siguen siendo hoy los de todos: “La transición ha comenzado, pero no va a ser fácil. Van a resistirse. Tienen armas. Pueden disparar.” Cierto. El chavismo ha mostrado pocos escrúpulos a la hora de matar al pueblo, a tiros o de hambre. Pero a la democracia siempre le llega su hora. Hasta hace unos meses, Leopoldo había delegado en terceros la relación con los militares. Pero cuando conversamos los contactos ya eran directos, fluidos y positivos. Y giraban en torno a una idea grande: el patriotismo sólo puede ser constitucional. “He podido decírselo a militares importantes en activo: Nosotros soñamos con ponerles a ustedes en el pecho una condecoración por haber hecho bien su trabajo. Por haber defendido la democracia y el Estado de Derecho. Por haber ejercido su talento operativo y estratégico con brillantez y provecho para la nación”. Le pregunté cuál había sido su reacción. Hizo una pausa y me contestó: “Los militares, como los ciudadanos, necesitan una misión positiva”. Una brisa cruzó la noche. Pensé en los guardias que vigilaban la entrada de la casa, en los niños, ya dormidos abajo, y en los millones de venezolanos, desahuciados por dos décadas de un régimen devastador.

Nos quedamos los tres un rato en silencio, hasta que Leopoldo volvió a hablar: “Esto es lo que he aprendido en estos cinco años preso: es verdad que se puede movilizar al pueblo desde el odio, la venganza o el rencor. Pero es mucho más poderoso hacerlo desde la esperanza. Debemos ser duros y exigentes, sí. Pero sobre todo debemos dibujar, para todos, la tierra prometida. Como en la Biblia y como en la historia.” Ayer, Leopoldo López abandonó por fin la sombra del samán.

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