Ramón Peña: Simonovis

La fuga de Ivan Simonovis nos alegró la vida tanto como cuando leímos hace muchos años la escapada de Edmundo Dantés, Conde de Montecristo, de la prisión de Marsella. Ver a Simonovis libre en algun lugar de Alemania junto a toda su familia, fue una fresca epifanía. Él, junto con los comisarios Hugo Vivas y Lázaro Forero, fueron las víctimas expiatorias de la masacre del 11 de abril de 2002, escogidos para una condena urdida con la vileza y maquinación que anidaba en el alma de Hugo Chávez.

Chávez siguió el protocolo de la Cuba castrista para encubrir las grandes mentiras: inventar los culpables necesarios y aplicarles los máximos castigos. Para negar que Cuba se asoció al narcotráfico de las Farc para sustituir la pérdida del subsidio soviético, Castro le mostró al mundo los “verdaderos” delincuentes: el general Arnaldo Ochoa y los dos hermanos La Guardia, fusilándolos en concordancia con “semejante crimen”. Así, quedaba aclarada la historia.





Diez y nueve ciudadanos muertos y cientos de heridos en las calles de Caracas por brutal arremetida de guardias nacionales y los pistoleros de Puente Llaguno, fueron realidades desdibujadas en confabulación con el poder judicial, para inculpar de manera miserable y aplicar pena máxima a Simonovis y los comisarios.

En esta misma columna, en febrero de 2013 escribíamos: “La penumbra ha reblandecido sin tregua los huesos de Iván Simonovis durante los 3.200 días que lleva en cautiverio…La cuenta de Iván revela que en ciento ocho meses de reclusión sólo ha acumulado trece días de sol”. Variante ominosa de los silenciosos tormentos de los Gulags de Stalin. En aquellos, el gélido ambiente como medio pasivo de tortura, en la prisión chavista, la sombra como roedor invisible de la estructura ósea de Simonovis.

Probablemente, Iván no urdirá la venganza del Conde de Montecristo, pero será testigo de cargo cuando la justicia cobre su martirio.