Guido Sosola: Érase Julio Pocaterra

Guido Sosola: Érase Julio Pocaterra

 

La historia habla por sí sola y, sobre todo, cuando hay eso que algunos llaman consenso historiográfico. Estos son tiempos de una insólita ligereza frente a un régimen que nos trastocó en la más íntima profundidad de los valores y principios. Y perdonen la cita curera, pues, en algún documento, Pablo VI aseguraba que no se combate el mal con el mal.





Por septiembre de 1948, Rómulo Betancourt decidió viajar a Estados Unidos y, no por casualidad, lo hizo con dos de los dirigentes que olfateó como de los mejores prospectos de Acción Democrática. De no llegar el consabido golpe de Estado, seguramente no hubiesen esperado doce años más tarde para zanjar las diferencias netamente ideológicas, en el caso de Domingo Alberto Rangel, o netamente políticas, en el de Raúl Ramos Giménez. Uno y otro, era promesas ciertas en el horizonte venezolano y bien merecían la atención del líder octubrista, incluyendo un partido de béisbol en el propio Nueva York. Por supuesto, no era pecado hacerlo porque no tenían por hábito el pecado original, como diría Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica, cosa que dejamos a los entendidos. Y es que tampoco lo era, porque el país no estaba pasando hambre como ahora y cualquiera podía escuchar acá la transmisión del juego quizá en la voz de Buck Canel, aquél del “no se vayan que esto se pone bueno”, así fuese en el aparato radial del botiquín de la Elorza ahora ocupada por los irregulares. Pero, además, por dos razones adicionales: por una parte, Betancourt mismo propició la publicación de la gráfica, en un modesto palco del viejo Yankee Stadium, ganado simpatías por el gesto, calmando a propios y extraños, a los adecos que aspiraban a sus diligencias de pacificación interna y, a resto, que reclamaban que dejase gobernar a Rómulo Gallegos. Por la otra, la m´s poderosa, es que Rómulo hablaba claro y generaba confianza.

Lo primero que hizo Betancourt al subir al poder, fue declarar sus bienes. Lo primero que hizo al descender del poder, fue declarar sus bienes. Todo el mundo sabía lo que tenía en los bolsillos, como todo el mundo estaba enterado que Julio Pocaterra lo financiaba en la medida de sus posibilidades y, por cierto, el consulado en Estados Unidos fue más un reconocimiento a la lealtad y a la habilidad política para alguien que tenía centavos desde años ha, en lugar de tupirlo con miles de contratos, utilizarlo como testaferro para comprar periódicos o de asegurarse la construcción de la Ciudad Universitaria o de la Avenida Bolívar que estaban en la cola. Pérez Jiménez hizo lo indecible para demolerlo moralmente pero no pudo.

Además, fue el mismo Julio Pocaterra el que pagó los boletos y la estadía de Betancourt y Raúl Leoni en Washington, cuando fueron a hablar con Diógenes Escalante en 1945. Todo el mundo lo sabía, a nadie se lo escondió y, al regresar, volvieron a sus oficios de supervivencia, algunos con más churupitos que otros, como Leoni el litigante o Luis Beltrán Prieto como el librero, mientras que Betancourt vivía de la caza y de la pesca para mantener a la familia y, a la vez, sacar adelante a su partido. Por cierto, medio siglo más tarde, un antiguo y fiero adversario, como Manuel Caballero, editado por Los Libros de la Catarata, casa libre de toda sospecha, comentaba que, en su segundo turno en el poder, por más que pudiera utilizar los fondos miraflorinos, el presidente Betancourt viajaba en asuntos de Estado con su esposa y, no obstante, él se aseguraba de pagarle el boleto de su propio bolsillo. Una vueltica por la quinta Pacairigüa, valga la acotación, una casa comprada por ss amigos a quien no la tenía, casi finalizando el ´XX, nos impone de un lugar absolutamente modesto, sencillo, austero. Por eso, detrás el home plate, recuerdo más al pitcher que al receptor.

Se nos ocurre como un buen ejercicio, el histórico para apreciar lo que ahora ocurre. Hay algo que huele mal en Dinamarca y de esto no tenemos hoy duda alguna. Ojo, y no es un asunto de pureza cátara.