Gehard Cartay Ramírez: Soberanía, no intervención y derechos humanos

Gehard Cartay Ramírez: Soberanía, no intervención y derechos humanos

La reunión celebrada este fin de semana en México con la participación de algunos jefes de Estado latinoamericanos puso otra vez sobre el tapete el tema de la soberanía, la no intervención y los derechos humanos.

La discusión al respecto –como era de preverse– dejó muy mal parados tanto al anfitrión, López Obrador, como a Díaz Canel y Maduro, representantes de los impresentables regímenes de Cuba y Venezuela, así como al ausente dictador de Nicaragua, émulo de Somoza. El cuestionamiento y el desconocimiento los dos primeros y del que no fue, estuvo a cargo tres presidentes democráticos y progresistas: Lacalle (Uruguay), Abdo (Paraguay) y Lasso (Ecuador), quienes insistieron en la falta de legitimidad de esos tres regímenes de facto y, al mismo tiempo que los desconocieron en nombre de sus gobiernos, denunciaron la ausencia de democracia verdadera y el irrespeto a los derechos humanos que sufren Cuba, Venezuela y Nicaragua.

Las respuestas de Maduro y Díaz Canel fueron de un cinismo vergonzoso y de una mediocridad escandalosa, respectivamente. El primero retó a un debate al mandatario paraguayo “para discutir sobre democracia” (¡!), y el segundo, repitiendo los clichés castrocomunistas de siempre, le dijo al presidente uruguayo que la canción de protesta “Patria y vida”, cuyo párrafo final le recitó Lacalle y que anda en labios del pueblo cubano en respuesta al anciana y fúnebre consigna “Patria o muerte”, era un ataque de los “imperialistas” contra la Revolución Cubana. Pero, sin duda, la naturaleza y el énfasis de los reclamos de los presidentes democráticos fueron muy superiores en comparación con las balbucientes respuestas de los dictadores interpelados.





Creo que, en realidad, lo importante es haber denunciado en esta oportunidad y en su propia cara –más allá del lenguaje diplomático– a este tipo de mandamases, quienes casi siempre, al verse acusados, apelen a argumentos retorcidos y sin profundidad.

Uno de ellos, insisto, es la recurrencia al principio de la soberanía y la no intervención. Siempre le echan mano al mismo para intentar evitar que los organismos de derechos humanos y los Estados democráticos puedan promover una intervención legítima y justificada ante sus vilezas y abusos. Hablan entonces del “

patriotismo, la dignidad y la soberanía nacionales”, típicas frases grandilocuentes de todos los déspotas cuando desde afuera los cuestionan por sus crímenes.

Pero sucede que hoy la defensa de los derechos humanos es un tema planetario, más allá de los estados nacionales, por encima de sus gobiernos, sus fronteras y sus intereses. Y nadie puede, con justa razón, impedir a la comunidad internacional que intervenga en cualquier país para defender los derechos humanos de sus ciudadanos.

Por cierto que cuando hablo de intervención me refiero a las atribuciones de los organismos jurisdiccionales internacionales, creados por las Naciones Unidas, para investigar, fiscalizar, juzgar y condenar a todo régimen que cometa crímenes de lesa humanidad, viole los derechos humanos, masacre militar o policialmente a sus nacionales o, incluso, se desentienda de asistirlos para evitar que, por ejemplo, mueran de hambre o por causa de cualquier otra desgracia humanitaria.

En este sentido, no podemos olvidar que, entre los años treinta y cuarenta del siglo pasado, gracias a una equivocada política de “no intervención”, Estados Unidos, algunos países de Europa y del resto del mundo durante un tiempo consintieron y toleraron –hasta que se vieron obligados a intervenir militarmente– los crímenes de Hitler, entre ellos, la destrucción de la democracia alemana, la eliminación física de sus adversarios internos, la carrera armamentista que inició para desatar la Segunda Guerra Mundial, el genocidio de más de seis millones de judíos y la invasión de Europa del Este.

Está claro que si entonces la comunidad internacional hubiera intervenido a tiempo, política y militarmente, contra la dictadura de Hitler, lo más seguro es que se habrían evitado estos crímenes y abusos contra la humanidad. Lo mismo pudiéramos argumentar en el caso de las terribles dictaduras de Castro, Pinochet y de los gorilas argentinos en los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado.

Por supuesto que hay que diferenciar entre soberanía nacional y no intervención. La primera siempre debe ser respetada, pues la ejerce el pueblo en toda democracia, y no sus gobiernos. Esto significa, ni más ni menos, que ese principio de soberanía no existe en las dictaduras, por lo que tampoco puede ser utilizado en su defensa. Una cúpula política y militar que usurpe la soberanía popular carece entonces de toda legitimidad. Por lo tanto, la no intervención viene dada por el acatamiento de cada Estado a los derechos humanos.

Está claro, pues, que el respeto y la defensa de los derechos humanos siempre deben estar por encima de estados y gobiernos. Y resulta muy claro también que la comunidad internacional siempre debería estar en la obligación de velar por su defensa y ejercicio plenos, más allá de la farisaica manipulación del principio de la no intervención, que tanto gusta invocar a los dictadores para protegerse y ocultar sus crímenes de lesa humanidad.

Si así fuera, los organismos internacionales dejarían de seguir perdiendo prestigio, autoridad y confianza ante el mundo, tal como ahora sucede y, obviamente, el planeta todo sería un sitio más seguro y propicio para vivir en paz y progreso.