De los espías bíblicos de Moisés a Mata Hari, breve historia de un oficio tan misterioso como universal

De los espías bíblicos de Moisés a Mata Hari, breve historia de un oficio tan misterioso como universal

Arriba: los embajadores y legados diplomáticos usaban su inmunidad para espiar para la corona; Mata Hari, su triste final la convirtió en leyenda; la Castiglione, cuya misión fue seducir a Napoleón III. Los espías de Moisés: una práctica que viene de tiempos inmemoriales

 

Que el oficio de espiar a enemigos, rivales y competidores es antiquísimo lo prueba la Biblia cuando, por ejemplo, el libro de los Números relata que, tras la huida de Egipto, y al llegar al desierto de Parán, Moisés envió doce exploradores, uno por cada tribu, a Canaán, para inspeccionar secretamente las condiciones del país. Debían observar el carácter de aquella tierra y de sus habitantes, si éstos eran numerosos y si moraban en tiendas o en fortalezas. Además, verificar la existencia de árboles y recoger frutos de la región. Tras varios días de misión, regresaron e informaron a sus caudillos.

Por infobae.com

El sucesor de Moisés, Josué, antes de conquistar la ciudadela de Jericó, envió a dos espías que fueron auxiliados por la prostituta Rahab, quien les proporcionó la información que buscaban, a cambio de inmunidad para ella y su familia, cuando llegara el momento de la batalla. Se trataba de identificar los puntos más débiles de la muralla que, como es sabido, cayó como un torreón de arena ante el sonar de las trompetas y el griterío de los atacantes. Como puede advertirse, que la prostitución sea una fachada para obtener información no es ninguna novedad contemporánea.

Persas y griegos se valieron de espías para conocer la fuerza o la debilidad de sus enemigos, o para causarles daños fuera del combate abierto. De eso se trata la infiltración de Ulises y Diomedes en el campamento troyano, donde, tras matar al rey tracio Reso mientras dormía, lo mismo que a su séquito, robaron sus famosos caballos. Aunque no parece una acción muy honorable bajo el prisma del fair play, Homero, en La Ilíada, alabó esta clase de empresas clandestinas, orientadas no sólo al pillaje y al crimen, sino a obtener datos tomando algún prisionero entre los soldados rezagados (que debía ser metódicamente torturado) o, simplemente, prestando disimuladamente oídos a los corrillos en territorio enemigo.

Durante las guerras con Persia, los griegos enviaron tres espías a la corte de Jerjes Iº pero fueron descubiertos. Pero en lugar de condenarlos a muerte -desenlace previsible en tales casos-, el rey persa prefirió pasearlos por los campamentos de su ejército para que fueran testigos de su poderío. Luego los alimentó con holgura y los vistió con ropas nuevas como señal de la generosidad munífica que podía llegar a dispensar, como nuevo amo, a sus potenciales súbditos, y los despachó de vuelta a su casa. De este modo, se proponía lograr el debilitamiento de la moral de sus enemigos y conquistarlos sin más trámite, aunque no lo consiguió.

Otro persa astuto fue Ciro el Grande, quien logró la rendición de Babilonia valiéndose de los informes clandestinos de los sacerdotes de Bel-Marduk, quienes revelaron los lugares por dónde el ejército sitiador podía penetrar sin resistencia en la ciudad.

Entre los romanos, Julio César utilizó en forma sistemática a espías que lo mantenían permanentemente informado, y lo reconoció sin falsos escrúpulos en sus narraciones de la guerra en las Galias.

Pero, por más que César admitiera aquel auxilio solapado, ¿por qué nunca fue escrito, en la misma Antigüedad, un tratado canónico acerca de los espías como recurso útil para la guerra? El periodista especializado en temas de espionaje, Domènec Pastor Petit, ofreció una respuesta simple y convincente: los generales victoriosos griegos y romanos no hubieran alcanzado una gloria impoluta, de haber quedado acreditado y recomendado como un protocolo bélico el uso de ardides y engaños. Una lucha franca y deportiva aseguraba mayores méritos al honor del triunfador, según las exigencias del discurso del “decorum” llevado al plano militar. Y digo el “discurso” y no la “ética”, porque el escrúpulo no fincaba tanto en el empleo de los espías, sino más bien en que llegaran a saberse tales operaciones encubiertas.

Las cualidades que el espía debía reunir eran la capacidad de observación, tanto del conjunto como de los detalles, y una buena memoria. Para fomentar este tipo de destrezas, los antiguos practicaron el “ars memorandi”, que consistía en una serie tipificada de ejercicios visuales y mnemotécnicos que enseñaban los retóricos, de enorme eficacia a la hora de relacionar imágenes con palabras en procura de recuerdos. Obviamente, se esperaba del espía una absoluta lealtad, aunque siempre hubo casos de dobles agentes o de traidores a su pendón.

La Edad Media feudal también conoció el empleo de los espías. El juramento de vasallaje imponía al vasallo un deber de fidelidad hacia su señor, que se extendía al suministro de información, tanto en la guerra como en la paz. Así, el labriego más humilde inclinado sobre la gleba podía ser un potencial y valioso espía, dando razón anticipada a aquel verso del Martín Fierro que asegura que “hasta el pelo más delgado / hace su sombra en el suelo…

Quizá la Baja Edad Media trajo una innovación, al legitimar cierta forma de espionaje habitual con los modos elegantes que exhibían los embajadores y los legados diplomáticos. Las inmunidades de su rango permitían a estos agentes extranjeros el circular libremente por el país de su misión, observando todo tipo de situaciones e informándolas a su soberano a través de epístolas secretas, que cada tanto eran interceptadas. Y no sólo debían estar atentos a los asuntos de la guerra y las armas, sino también a las pujas comerciales y hasta al espionaje industrial temprano, que permitió la fabricación de productos casi idénticos en naciones europeas diferentes y distantes.

Otra organización que se valió de espías e informantes fue la Inquisición española, a cuyo servicio estaban los llamados “familiares” del Santo Oficio, que eran temibles delatores a sueldo.

Por la misma época, la República de Venecia desplegó una vasta red de colecta de datos en la persona de sus propios ciudadanos, quienes, valiéndose de la coartada cosmopolita del comercio y el trato portuario, ponían bajo permanente escrutinio a sus clientes y proveedores de ultramar. Quizá hasta Marco Polo deba ser ubicado en este rubro.

Vale decir que en los albores del oficio, no hallamos tanto a espías “profesionales”, sino más bien a informantes empleados con fines patrióticos, ya para determinadas misiones, ya para una observación permanente en aras de la seguridad nacional. La profesionalización, el escalafón, el entrenamiento y la remuneración llegó, según veremos enseguida, con la Modernidad.

EL ESPIONAJE EN INGLATERRA, EN FRANCIA Y EN NORTEAMÉRICA

La literatura y el cine suelen radicar en Inglaterra el paradigma del espionaje moderno y quizá sus raíces insulares se hundan en la época de Oliver Cromwell (el revolucionario advenido en dictador puritano que, bajo pretexto republicano, hizo decapitar a Carlos Iº), la cual ofrece el ejemplo temprano de la creación de un “departamento de información”, a cargo del abogado John Thurloe, quien no sólo se ocupó de la vigilancia de sus conciudadanos, sino que agregó agentes de inteligencia a las embajadas en el extranjero. Y tan eficaz fue que no sólo lograba obtener datos de las potencias rivales y de los opositores al gobierno en suelo propio, sino que impedía que se supiera demasiado de los asuntos internos ingleses, como señaló algún embajador veneciano.

¿Debería considerarse a Thurloe como precursor de los afamados servicios de espionaje británicos? Presumiblemente, el reclutamiento de sus agentes solía cumplirse en ambientes de baja estofa, bien lejos del charme estilizado y seductor que Ian Fleming atribuyó a James Bond. En cualquier caso, Thurloe debió estar munido de una infinidad de datos sensibles, porque, tras la Restauración de la monarquía inglesa, fue juzgado y absuelto, bajo condición de seguir informando al régimen repuesto.

No ha de creerse que el gobierno francés quedó rezagado en este rubro. Luis XIII, Luis XIV y el cardenal Richelieu emplearon una miríada de agentes que daban motivo, con sus informes delatores, a esa modalidad de prisión preventiva sin juicio para los opositores, en La Bastilla, instrumentada bajo la forma de la “letra de cachet”, portadora del sello oficial del rey.

Un caso con ribetes bizarros tuvo lugar bajo el reinado de Luis XV, cuando entra en escena un joven abogado llamado Charles d´Éon de Beaumont, harto aficionado al travestismo y muy probablemente hermafrodita, a juzgar por su autopsia. Cumplió misiones en San Petersburgo, en favor de las relaciones con Francia, adoptando la identidad de Lía de Beaumont. Una vez logrados los resultados que le había encomendado su gobierno, se le ordenó que volviera a vestirse de varón para pasar a ocupar un cargo en la embajada francesa en Rusia y ostentar rango militar en el regimiento de Dragones, al cual acompañó en varias campañas. Pero tan parecido lo encontraban los rusos a aquella encantadora Lía, ya salida del cuadro para siempre, que solía justificarse diciendo que era su hermano…

Vivió después en Londres, donde la dualidad de su apariencia andrógina siguió favoreciendo su agenda secreta. Contumaz, volvió al atuendo femenino, causando no pocas polémicas y especulaciones acerca de su verdadero sexo. Terminó firmando una declaración en la que se confesaba mujer y renunciaba a su carrera militar. Pero los apuros económicos lo hicieron regresar a Francia con identidad masculina, reclamando los sueldos caídos como oficial del ejército. El rey, que para ese momento era Luis XVI, se negó terminantemente al reclamo y hasta le prohibió vestirse de hombre mientras permaneciera en suelo francés. Retornó a Londres y se ganó la vida como mujer-esgrimista de exhibición, retando y derrotando a adversarios varones muy competentes. En suma, puede decirse que vivió más o menos cada mitad de su vida con un sexo diferente.

En Norteamérica también existió un temprano y circunstancial oficio de espionaje, derivado de la guerra de la Independencia. Fue famoso el caso de Nathan Hale, infiltrado en las líneas inglesas, descubierto y ahorcado en 1776. Sus servicios fueron objeto de tributo y se lo considera el héroe de Connecticut.

Del otro bando, en la misma contienda, surgió John André, londinense pero de familia suizo-francesa. Infiltrado en las fuerzas independentistas, fue descubierto y también ahorcado, en 1780. Como en el caso anterior, se reconocieron sus servicios al erigírsele un monumento funerario en la abadía de Westminster.

No podría cerrarse este repaso histórico sin mencionar, ya en la era de la Revolución Francesa y de Napoleón, al mítico Joseph Fouché y el perfeccionismo burocrático de su maquinaria de espionaje político. Con todo, existió otro espía favorito de Napoleón: Karl Schulmeister, reclutado como doble agente en favor de Francia. Se dice que al ser presentado ante Bonaparte por el general Savary, éste lo definió como “un hombre de puro cerebro y sin corazón”, acuñando en esa concisa caracterización, quizá, el patrón novelesco y cinematográfico de los espías modernos, según los imaginamos reclutados por la CIA, la KGB o el MI6.

Sus subordinados llegaron a infiltrarse en el estado mayor austríaco, con lo cual podía, incluso, influenciar las decisiones tácticas del enemigo, además de conocer sus planes. El mismo Bonaparte reconoció su importante papel, al hablar del “arma invisible” que eran los espías y que, en buena medida, contribuyeron a las victorias de Ulm y de Austerlitz. El bonapartismo de Karl debió ser constante y sincero, porque volvió junto al Emperador durante los Cien Días. Y a diferencia de aquellos dos colegas de su mismo oficio, que actuaron en la guerra entre las colonias de Norteamérica e Inglaterra, Schulmeister, apresado por los prusianos, no fue ajusticiado, sino que, habiendo gastado su fortuna en obtener la libertad, murió de viejo atendiendo una tabaquería en Estrasburgo, en 1853.

ESPIONAJE FEMENINO

Pareciera que el espionaje femenino también tiene su antigüedad, muy anterior a las hiperbólicas aventuras que se han contado acerca de Mata Hari. Quizá algunas heroínas bíblicas como Dalila (que traicionó a Sansón) o Judith (que mató a Holofernes) deban catalogarse como espías, aunque no profesionales, pero de probada eficacia en la infiltración del tálamo y el manejo de la seducción.

Más cercanas en el tiempo y en la geografía, fueron famosas algunas espías que intervinieron en la Guerra Civil Norteamericana, como Rose Greenhow y María Isabella “Belle” Boyd, quienes espiaron para el bando confederado, mientras que la militante abolicionista Elizabeth van Lew lo hizo para el norte. Esta última, al parecer, llegó a infiltrar una agente negra en la casa del presidente sureño Jefferson Davis.

Volviendo a Europa, Virginia de Castiglione, marquesa de Oldoini, nacida en Turín y educada en Florencia, aunaba inteligencia, belleza y clase (aquellas tres “b” que solían exigir los aristócratas ingleses de una mujer perfecta: brain, beauty, breed). Su matrimonio con el conde Castiglione le trajo el fruto dulce de un hijo, y el amargo de las constantes desavenencias. El destino le reservaba otro oficio distinto del solo desempeño mundano: reclutada por su primo el conde Cavour, se le encomendó la seducción de Napoleón IIIº de Francia, para atraerlo a la causa unificadora de Italia, contra Austria.

Pese a que fue descubierta, consiguió a la postre su objetivo y Francia declaró la guerra a los austríacos en el Piamonte. Pero ella debió abandonar París, bajo la celosa vigilancia de la española Eugenia de Montijo, esa emperatriz habituada a soportar con dignidad el engaño marital.

El éxito de Virginia como espía y cortesana se convirtió, desde entonces, en su castigo como dama de mundo, ya que su papel de ex amante del emperador francés, sumado a la muerte de su protector Cavour, fueron la causa de su destierro de los salones aristocráticos de Italia. Murió en París, casi sin amigos, en 1899.

Los relatos del espionaje femenino se complacen en presentar a Elisabeth Schragmüller como el polo opuesto a Virginia, porque era una mujer intelectual y austera, graduada en Ciencias Políticas en Friburgo y previsiblemente alejada del espejismo fatuo de los salones danzantes. Para acentuar ese contraste, se ha dicho con sospechosa exageración hollywoodense que su frialdad era un rasgo extremo y que ella misma apretaba el gatillo ejecutor de los dobles agentes. Fue reclutada en Berlín antes de 1914 y en el mundo del espionaje alemán se la conoció como Fräulein Doktor.

Al final de la Primera Guerra fue condecorada con la Cruz de Hierro de primera clase por sus servicios que, básicamente, consistían en interceptar correspondencia. Murió en Munich en 1940 y el cine no se privó de reinventar su historia y personificarla de un modo mucho más sexy que la versión original.

Pero es el nombre Mata Hari el que sintetiza todo un cliché acerca del tipo felino y lascivo de la mujer seductora y calculadora, dada al espionaje. En rigor se trata de un apodo que eligió para su desempeño como bailarina, ya que su nombre verdadero era Margarita Gertrudis Zelle.

Casada en respuesta a un aviso periodístico de un caballero que buscaba esposa, y luego divorciada, buscó fortuna en el teatro, donde su belleza, aunque rara y magnética, no fue suficiente para suplir su falta de formación escénica. Mejor suerte tuvo como modelo para pintores de desnudos y, eventualmente, como prostituta. En algún momento decidió reinventarse como bailarina de referencias javanesas bien sui generis. Allí, el seudónimo de Mata Hari y una supuesta genealogía oriental vino a acompañar las mieles del éxito, rodeando su imagen de exotismo y erotismo, como lo prueban esas fotografías de época, donde se la ve en rol de “striper”, en poses insinuantes y con ropa tan escasa como una concubina en el harén (aunque nunca mostró sus senos, por estimarlos demasiado pequeños).

Quiso la cronología que su carrera ascendente coincidiera con el inicio de la Primera Guerra y, ya en 1914, apareciera envuelta en operaciones de espionaje que recaían previsiblemente sobre militares y diplomáticos de su círculo de admiradores y clientes. Se ha dicho que no fue una espía profesional y que únicamente se prestó a esas tareas por dinero.

Aunque los relatos habituales la pintan como una fémina intrigante y gélida, interrogando capciosamente a sus embelesados informantes al vaivén de las copas de champagne, en rigor, hoy hasta puede reconocerse en ella el retrato de una mujer desdichada, casada con un alcohólico abusivo, que perdió a uno de sus hijos, entregada a la permuta de su cuerpo por dinero y que, aunque dotada de una excelente educación, se abrió paso sin reparar en la moral sexual burguesa de la Belle Époque. Si bien fue fusilada en París en 1917 bajo el cargo de espiar para los alemanes, existen hoy opiniones que objetan la justicia de aquella sentencia. Incluso, hasta ese acto final de su existencia se ha revestido de leyenda, al afirmar que, un instante antes de la descarga de los fusiles, arrojó al pelotón un último y lúbrico beso. Su figura siguió dando argumento a películas y a narraciones fantasiosas, como aquella que afirmaba caprichosamente que una hija suya, acaso condicionada por la genética, fue espía de los estadounidenses en la guerra de Corea.

AMADO BONPLAND, ENTRE LA CIENCIA Y EL ESPIONAJE EN TIERRAS ARGENTINAS

Llegó el momento de referirnos al espionaje pretérito en la Argentina. Soslayando, en esta ocasión, la famosa “guerra de zapa” desplegada por el general San Martín en la campaña libertadora de Chile, elegimos a una figura menos situada en este rubro del espionaje, pero que recapitula, en nuestras contiendas civiles, las notas de un espía encubierto, dotado de destreza para la observación minuciosa y de talento escribiente para la descripción precisa. Una frase del historiador de la ciencia Miguel de Asúa define, pues, ese rasgo menos conocido del naturalista francés Aimé (Amado) Bonpland: “Tenía una vocación para la intriga político-militar…”

En efecto, existen cartas de su autoría en las cuales el lector del presente no hallará ninguna huella discursiva del científico aplicado, del herbolario exótico, del viajero infatigable, del médico rural o del emprendedor maderero, agropecuario y yerbatero. Mucho menos del desterrado que reincide en prolíficas uniones matrimoniales o concubinatos, como honrando las tradiciones que, antes, dieron fama de serrallo al Paraguay colonial.

Todo eso fue Bonpland, en el dinamismo de su perfil vital romántico, trasplantado al escenario exótico de la América Meridional. Pero nada de eso se hace explícito, por ejemplo, en las epístolas escritas en abril de 1840, durante el bloqueo francés y la guerra coetánea entre unitarios y federales. Su interés se centra, exclusivamente, en los episodios militares del momento en el confín sur de Corrientes, durante una contienda civil favorecida por el gobierno de Francia, en contra de Juan Manuel de Rosas.

En 1820 Bonpland se había establecido en Misiones. Su éxito en la explotación racional de la yerba mate (una industria diezmada tras la expulsión de los jesuitas) había despertado el recelo del dictador Gaspar Rodríguez de Francia, empeñado en el monopolio de aquel cultivo, quien ordenó la destrucción del establecimiento, la masacre de la población indígena y la prisión de Bonpland en Paraguay. Figuras influyentes como Bolívar, Humboldt, el Emperador del Brasil y Chateaubriand intentaron interceder por su liberación, infructuosamente, aunque las condiciones de su detención se hicieron más laxas. Un segundo emprendimiento en suelo paraguayo, tan próspero quizá como el anterior, motivó su expulsión de aquel país en 1829, concretada en 1831.

Desde 1838, residía en la estancia “Santa Ana” en Corrientes y sus contactos con los agentes franceses en la época de ambos bloqueos (francés primero y anglo-francés después) fueron permanentes, como fue permanente su simpatía por el partido de los unitarios.

En 1838, había sido ya beneficiado por el gobernador Berón de Astrada con aquella concesión de tierras productivas en el llamado “paso Santa Ana”. Dos años después se casó con Victoriana Cristaldo. Antes, había formado unión con la hija de un cacique paraguayo, con quien tuvo dos hijos. Unas relaciones anteriores, menos estables, dieron nacimiento a otros vástagos.

En 1840 había alcanzado la madurez como científico y como empresario, y un prestigio bien ganado en ambos quehaceres. Su palabra quedaba, pues, legitimada y nimbada por su fama. Y, en tal circunstancia, debió convertirse en un mensajero e informante fiable para las fuerzas bloqueadoras extranjeras en consorcio con la facción de los unitarios.

Entre ellos se encontraba, por ejemplo, Juan Thompson, el hijo de Mariquita Sánchez, destinatario de una parte de su correspondencia, y conspicuo militante antirrosista.

Bonpland registró las novedades bélicas ocurridas en abril de 1840, comunicando hechos políticos de los cuales había sido testigo y registrando los movimientos de las tropas contendientes. Mencionaba a los protagonistas inmediatos de aquellos acontecimientos y, cuando cabía la ocasión, evaluaba su desempeño, volcando sobre el papel su propias conclusiones.

La crónica de los conciliábulos unitarios, a bordo de los buques extranjeros, adquiere un clima aparte y, a la distancia de más de ciento ochenta años, sigue poniendo en tensión sentimientos encontrados, a la hora de ponderar la conducta de aquellos argentinos que, como señaló Adolfo Saldías refiriéndose a Florencio Varela, uno de los líderes unitarios auto-exiliado en Montevideo, quien aplaudía desde las páginas de El Comercio del Plata a cada bala del sitiador extranjero que abatía a un soldado de la Confederación.

Duro contraste con el juicio que iría a pronunciar el General San Martín, cuyo ostracismo no le impedía una lúcida visión del conflicto y, mucho menos, del honor nacional que el gobierno de la Confederación defendía. Pero el odio a Rosas era más movilizador en aquellas conciencias desesperadas y asidas a la mano del agresor extranjero, que el alineamiento, siquiera temporario, con el pabellón argentino.

Aunque el tema que ocupaba a Bonpland no era científico, el método para apreciarlo se aproximaba a la ciencia, porque asumía como punto de partida una precisa observación y elegía sus palabras descriptivas con precisión.

¿Por qué dedica este empeño a observar y comunicar, en el marco de la confidencialidad absoluta que impone la guerra? Su vigilancia de la situación no es una tarea oficial, ni él es un profesional del espionaje. Pero la lucha contra Rosas y sus vicarios lo ha colocado en ese rol de informante, que ha asumido con franca convicción de partido: es francés, habla francés, es amigo tanto de los franceses como de los aliados de los franceses. Además, se encuentra en el paraje de “La Bajada”, un punto privilegiado del escenario del conflicto, que le permite acceder a las naves de la escuadra bloqueadora donde tienen lugar conferencias secretas.

En cualquier caso, aspira a mantener la discreción que, de seguro, favorece sus escrutinios sin despertar sospechas. Por esa razón pide al destinatario de su correspondencia que, en caso de utilizar sus comentarios para ilustrar su diario, omita siempre su nombre. Definitivamente, no escribe acerca de estos asuntos para la Academia ni para la posteridad. Escribe para ese presente conspirador, cuyo norte obsesivo es doblegar la voluntad de Rosas y la resistencia de la Confederación Argentina.

Su relato está despojado de dramatismo y de aderezos ornamentales: es una crónica simple de los acontecimientos que ha podido ver y oír por sí mismo. Su lenguaje es claro y su caligrafía, por momentos, difícil de descifrar. ¿Escribe con la premura de no perder la partida de la nave correo? Quizá. ¿Escribe de noche, a la luz del candil? Es probable. Lo cierto es que no se distrae en consideraciones laterales y acomete la narración con foco puntual. Solamente al final de las cartas se permite un espacio de socialidad personal y de jocosidad.

Aquel circunstancial agente de inteligencia franco-unitaria construyó de este modo una novedosa narrativa “bonplandiana”, ajena a la ciencia, pero dotada de esos hábitos propios del científico decimonónico, acostumbrado a observar con paciencia la naturaleza y a describir con precisión hasta los movimientos de una hormiga.

Llegados a este punto, el lector se preguntará con legítima curiosidad si, acaso, Rosas no utilizó también la herramienta del espionaje y la delación. Naturalmente que sí, y llegó a tal extremo su omnipresente vigilancia que parecía saberlo todo de antemano. Pero tiene tanta miga el asunto que de ello hablaremos en otra ocasión.

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