El matrimonio que sobrevivió 118 días en una balsa a la deriva, cazando tiburones y tortugas con sus manos, en pleno océano Pacífico

El matrimonio que sobrevivió 118 días en una balsa a la deriva, cazando tiburones y tortugas con sus manos, en pleno océano Pacífico

Poco más de un año después de lo vivido, los Bailey volvieron a lanzarse al mar en un nuevo barco al que llamaron Auralyn II. Pero ya no ocurrió nada especial con estas travesías: lo que habían vivido ya era suficiente

 

La ballena se desplaza suave y majestuosa. Ellos dentro de su barco de 9,4 metros de eslora no la ven. Son las siete de la mañana y Maralyn (31) y Maurice (39) Bailey están preparando su desayuno en la cabina ubicada debajo de la cubierta. De pronto, sienten un golpe brutal contra el casco. Un cimbronazo que hace caer las cosas de los muebles. Es como si hubiesen chocado contra algo en medio del mar. Desconcertados, suben a cubierta y ven que un cachalote ensangrentado, de unos 12 metros de largo, se aleja. Acaba de golpearlos con su cola. El animal sangra y sienten pena, pero enseguida se dan cuenta de que no hay tiempo para la compasión. El agua entra con fuerza al barco que tiene un gran agujero por debajo de la línea de flotación. Se están hundiendo en el medio del Océano Pacífico, a unos 500 kilómetros de las costas de Guatemala.

Por infobae.com

El sol se despereza sobre el agua en calma este domingo 4 de marzo de 1973, pero ellos tienen una emergencia inesperada: deben tomar una decisión inmediata si no quieren morir ahogados.

No tener hijos por elección

Maralyn Harrison nació el 24 de abril de 1941 en Nottingham, Inglaterra. Sus padres se divorciaron cuando ella era pequeña y fue adoptada por una pareja de Derby. Poco se sabe de su juventud solo que, cuando conoció a Maurice, trabajaba en un área municipal de recaudación de impuestos.

Por su lado, Maurice Charles Bailey nació en Derbyshire, Inglaterra, en 1933. Tampoco tuvo una infancia y adolescencia fáciles. La relación con sus padres no era para nada buena. Para su gusto eran demasiado estrictos y religiosos y, además, no le brindaban cariño. Luego de hacer el servicio militar, a los 19 años, decidió que no quería volver a verlos. Tímido, un poco acomplejado en las relaciones sociales, Maurice no hacía amigos con facilidad. No creía en Dios, rechazaba el concepto de las religiones y optó por llevar una vida austera y solitaria. Trabajaba como tipógrafo cuando la suerte le puso en su camino a Maralyn. Con ella conoció lo que significaba ser querido por alguien.

Fue un amigo de Maurice quien, sin intención, propició el encuentro. Se había anotado en un rally local con una amiga, pero a último momento no pudo ir. Entonces le pidió a Maurice que, por favor, tomara su lugar. La que conducía el auto era Maralyn Harrison. Ella llegó manejando un Vauxhall Cresta y Maurice quedó impactado con su personalidad. Ese día, según el propio Maurice, él hizo todo mal y resultó un pésimo acompañante. Estaba seguro de que sería la última vez que la vería, pero se atrevió e intentó un nuevo encuentro. Unos días después, la invitó a comer y al teatro. Para su sorpresa, Maralyn, le dijo que sí.

Las cosas entre ellos funcionaron maravillosamente bien.

Si bien las convenciones sociales no le importaban mucho, el tímido Maurice quiso proponerle casamiento: “Tenía poca esperanza de que aceptara mi propuesta”. Pero antes debía aclararle algo: él no quería tener hijos.

“Tuve una suerte extraordinaria en conocerla. Y también en que me eligiera entre todas otras parejas que podría haber tenido. Fui el que se casó con ella y me sentí afortunado. Ella era, sin dudas, alguien que se destacaba”, explicó Maurice, “Yo estaba determinado a que mi línea genética terminara conmigo (…) Tendría que discutir con ella mi resistencia hacia la descendencia. Y una vez más Maralyn me sorprendió: ella tampoco tenía deseos de procrear”.

Se casaron en 1963. La pareja tuvo que enfrentar, en varias oportunidades, las preguntas de sus conocidos sobre el tema. Todos presuponían que tenían algún problema por el que no engendraban hijos. Al enterarse de que había sido una elección, muchos los calificaron de egoístas. Maurice, sin embargo, explicó con una sinceridad aplastante su posición: “Por la misma razón por la que no soy un físico nuclear o un astronauta. Trato de no hacer cosas que creo que no haré bien. Yo no soy un padre (…) Me siento un poco incómodo ante la presencia de niños y no sé qué hacer o decir ante ellos (…) Maralyn y yo siempre sentimos que éramos una familia de dos” .

Habían roto con lo que se presuponía debía ser una familia. Por otro lado, se sentían cansados de su estilo de vida. Les resultaba monótono. Habían hecho excursiones a montañas y lagos, le gustaba la vida salvaje. Querían más aventuras para su existencia.

Fue 1968 que Maralyn empezó a pedirle que vendieran la casa para poder comprar un barco y viajar libremente. Se volvieron fanáticos de la navegación y decidieron que construirían uno de unos diez metros para surcar los mares rumbo hacia Nueva Zelanda. Soñaban con emigrar a ese continente y empezar una nueva vida llena de desafíos.

Venderlo todo y zarpar

Se dispusieron a materializar su sueño. Para construir el barco tuvieron que vender la casa y todo lo que tenían y se mudaron a un pequeño departamento. Con lo que ahorraban fueron pagando el Auralyn que los técnicos iban construyendo. El nombre lo eligieron mezclando las letras de los suyos. Al mismo tiempo, se dedicaron a adquirir experiencia para convertirse en serios navegantes. Leían, aprendían sin pausa y devoraron todos los manuales de supervivencia que encontraron.

El barco estuvo listo cuatro años después cuando el Auralyn fue botado y bautizado.

Ellos ya estaban formados para la travesía. ¡Se acababa el aburrimiento! El viaje comenzó en Southampton, Inglaterra, en junio de 1972. Felices pusieron proa a la aventura con destino final Nueva Zelanda. Darían una vuelta al mundo.

La primera etapa anduvo muy bien. Pero Maralyn cumpliría sus 32 años de una manera muy distinta a la que había pensado. Podría decirse, sin riesgo de spoilear nada, mucho cuidado con lo que uno desea con fuerza. Porque ellos deseaban aventuras… ¡y las tendrían!

Su ruta los llevó primero a España y, luego, a Portugal. Siguieron camino y atracaron en Madeira, la mayor de un conjunto de cinco islas portuguesas de costas abruptas y paradisíacas, frente a África. Luego, pararon en las Islas Canarias. Cruzar el Atlántico fue una tarea relativamente fácil. Tuvieron suerte porque no los golpearon grandes tormentas y llegaron al Caribe sin contratiempos. Atracaban en los puertos de cada isla, descansaban y reponían provisiones. De paso, mandaban postales a la madre de Maralyn.

En febrero de 1973 cruzaron el Canal de Panamá. Se quedaron en la ciudad un par de días y enviaron desde allí la que sería su última postal.

Desde las costas panameñas tenían pensado cruzar las bravas aguas del Océano Pacífico pasando por las Islas Galápagos. Pero el accidente con la ballena alteró fatalmente sus planes.

En una balsa a la deriva

Volvamos al comienzo, al 4 de marzo de 1973 y a lo que ellos hacen para sobrevivir.

Maralyn intenta achicar el agua con una bomba mientras Maurice revisa el daño y trata de taparlo con ropa o almohadones. Imposible frenar la fuerza del mar. El orificio está debajo de la línea de flotación y repararlo será misión imposible. La única opción es inflar el bote, atarlo a la balsa salvavidas, y arrojarse al océano con ellos. Maurice se aboca a eso mientras Maralyn recoge en la cabina ya inundada lo necesario para dejar el barco: unas latas de comida, un compás marítimo (instrumento para conocer el rumbo o dirección de la navegación), un sextante (otro instrumento que sirve para medir ángulos), mapas, una reserva de agua de más de veinte litros, un mazo de cartas, un par de libros y cuadernos, el pack de emergencia, recipientes para juntar lluvia, binoculares, algo de ropa y seis bengalas. Eso es todo. No hay tiempo para lamentos, tienen que actuar cronometrando los minutos. Inflan el bote y lo atan a la balsa salvavidas. Tiran dentro todo y se lanzan al mar. Se alejan los metros suficientes para ver con horror cómo el mar se traga a su adorado yacht Auralyn.

A las 8 de la mañana el casco desaparece íntegramente bajo el azul profundo de la masa de agua.

Tienen comida y líquido para unos 20 días. Están convencidos de que los hallarán antes.

Hambre e ideas alocadas

En sus primeras anotaciones en su diario personal, Maralyn, refiere que no hay barcos a la vista. Desde el día uno comienzan a recolectar agua de lluvia y aunque intentan racionar la comida con el paso de los días ven con angustia cómo se termina. Juegan a las cartas, leen, se acompañan y se consuelan. Las noches son frías y los días tórridos, pero juntos se sienten fuertes. Intentan remar hacia las Islas Galápagos y creen que lo hacen. Después de tres días hacen nuevos cálculos y se dan cuenta de que no se han movido. Llegan a tener ideas alocadas como atar el bote a alguna inmensa tortuga para que los arrastre hasta las famosas islas y tocar tierra. Consiguen amarrarse a un macho y efectivamente este los mueve, pero necesitarían varios al mismo tiempo para alcanzar la costa. Desisten.

Es el octavo día cuando ven el primero de los siete barcos que observarán durante todo el tiempo que estén en el mar. No logran llamar su atención. Sus balizas no funcionan adecuadamente. Uno de esos barcos pasa muy cerca, pero justo cuando la baliza se enciende débilmente no hay nadie en el puente de mando.

Piensan que, por suerte, están en una ruta marítima, pero van a la deriva y las corrientes hacen de su camino una odisea que los aparta de todo. Los adentra en mares desconocidos, lejos de la civilización. No lo saben, pero están en una de las regiones más inhóspitas del Océano Pacífico.

Maurice y Maralyn tienen claro que no deben entregarse al pesimismo, la preocupación, la desesperación o los miedos. El trabajo que deben encarar juntos se llama sobrevivir. Como sea. La actitud de Maralyn es la más aguerrida y positiva. Eso ayuda a que Maurice sienta que están en sintonía y que lo lograrán. No solo eso, ella es tenaz y tiene ideas salvadoras.

Ya en el día siete Maralyn anota en su diario personal que tienen hambre. Las pocas latas de porotos se han acabado. Y también comienzan a tener sed. Solo toman una taza de agua por día. Cada vez hay más animales que se acercan a la balsa. Delfines, ballenas, tiburones, aves marinas de todo tipo, tortugas. Lo que más los sorprende es que estos se acercan curiosos y sin ningún temor. Ellos disfrutan del espectáculo natural. Sin embargo, con el paso de las semanas, la mala nutrición se empieza a hacer notar. Se ha acabado su comida y sienten hambre voraz. Están débiles. Saben que necesitan ingerir alimentos.

Los pájaros se paran sobre la balsa y hasta sobre sus cabezas. Dice el náufrago del escritor Gabriel García Márquez, en Relato de un náufrago, que “el hambre es soportable cuando no se tienen esperanzas de encontrar alimentos”. Pero ver tantos animales les hace doler el estómago y reflexionar. Deben alimentarse como sea. Pero Maurice y Maralyn sienten que estos seres son sus amigos, verlos les alivia la soledad.

“Después de tantos meses, sentía que nosotros mismos también éramos criaturas de mar. El mar era nuestra vida y los animales nuestros vecinos”, reflexionó Maurice.

Depredadores de mar

Lo cierto es que la sombra de la balsa atrae a animales y ellos a otros moluscos. Hay mucha vida debajo de la tela de la balsa. Un día Maralyn, aburrida y hambrienta, se sienta en el borde y observa pasar a un tiburón. Le pone un dedo en la nariz. El tiburón pasa y su dedo lo recorre hasta la cola. De pronto reacciona y lo toma por su cola y lo mete con fuerza dentro de la balsa. La piel áspera del animal la ha ayudado a que no se le escurra. Maurice se asusta, el pez es grande. Maurice le clava el cuchillo en el lugar indicado varias veces. El tiburón no muere hasta que le envuelve la cabeza con una toalla. Pero Maralyn está enloquecida y mete tres tiburones más pequeños en la balsa. Sus esqueletos no les permiten darse vuelta para atacar a su captor. Es perfecto. Maurice no da abasto. Es una carnicería, pero tienen comida para rato.

También se alimentan de pájaros confiados y de tortugas. Beben su sangre y comen cruda su carne.

Maralyn confecciona con un alfiler un anzuelo improvisado. Una excelente idea que les resulta muy útil. Descubren, además, que hay aves que regurgitan sus piezas de comida cerca de ellos. Como en un milagro, los peces caen de las bocas de los pájaros en la misma balsa.

Cazan mucho con sus manos. Los animales más fáciles de atrapar son las tortugas marinas, pero les resulta muy desagradable matarlas. Lo tienen que hacer para sobrevivir. Maurice las decapita con un cuchillo. Es una muerte horrible que los hace lagrimear.

Eran “animales amables e inofensivos”, dijo Maurice tiempo después, pero los Bailey se han convertido en depredadores por necesidad. Comer la carne de las tortugas no es fácil, hay que romper el caparazón. El deseo de subsistir es más fuerte. Descubren que cada vez que se lavan las manos llenas de sangre en el mar, en segundos están rodeados por peces feroces y tiburones. Tienen que sacarlas del agua con rapidez para no ser atacados.

Pierden la cuenta de cuántas tortugas han comido, pero sí saben cuantos tiburones han llevado a su improvisada mesa: cuatro. Incluso comen sus hígados, a pesar de saber que, por los niveles de mercurio que podrían contener, pueden ser muy tóxicos.

Ampollas, fiebres y tormentas

El 29 de abril Maralyn escribe en su diario: “Necesitamos ayuda, este es el momento… “. Los dos tienen llagas y ampollas en el cuerpo por fricción con la superficie del bote y por el sol. Las condiciones de humedad no ayudan a que sanen.

Un día una ballena gigante mira a los ojos a Maurice sin pestañear, está flotando a centímetros de la balsa. Las ballenas no ven bien, quizá sea eso, pero Maurice siente una conexión plena con la naturaleza.

La balsa está deteriorándose con rapidez. No es una embarcación pensada para más de dos semanas. Ellos llevan meses. El mal tiempo suele durar varios días. Las noches pueden ser terroríficas por el viento y las olas que los golpean inundando la balsa contínuamente. El gancho que Maralyn fabricó pincha en un sitio al bote que se vuelca una y otra vez y tienen que enderezarlo. Día y noche tienen que hacer turnos para inflarlo y achicar el agua que ingresa. No se pueden permitir descansar. En la balsa el techo se está pudriendo y la puerta de velcro ya no cierra. Basta una leve brisa para que se abra.

Maurice tiene fiebre y dolores en el pecho. Tose y escupe con sangre. Nunca están realmente secos. Ninguno de los dos es religioso. Maurice está resignado. Cree que nunca más los hallaran. O, por lo menos, no a tiempo. Maralyn, por el contrario, cree en el destino y en algún poder sobrenatural. Está segura de que se salvarán. Su determinación sostiene a Maurice en este momento.

Rescate milagroso

El lunes 25 de junio Maralyn garabatea en su diario unas líneas: “Matamos a nuestra tortuga hembra pequeña. Muy gorda. Muy bueno (…) Enormes tiburones nos rodean y golpean el fondo de la balsa (…) tubos de la balsa se rompieron en varios pedazos (…) Esto nos irrita terriblemente”. Es el día 113. No lo saben, pero están cerca del rescate.

El sábado 30 de junio de 1973 Maralyn escucha el sonido de un barco lejano. Maurice cree que ella alucina. Después de estar a la deriva durante 2400 kilómetros en su precaria balsa, la tripulación del buque de pesca coreano, Weolmi 306, los divisa. Ya han pasado la altura del bote cuando un pescador observa algo flotando sobre el mar y da aviso al capitán. Dan la vuelta.

Maurice lo recordó así: “Maralyn dijo ‘escucho a un barco’. Yo pensé que había enloquecido porque decía que lo oía, pero no lo podía ver… pero después lo vimos en el horizonte estaba como a tres kilómetros. Nos vieron, el pescador nos vio y llamó al capitán. Creo que no podían creerlo”.

El barco se acerca para descubrir a bordo a la demacrada pareja. Al borde de la inanición, han perdido cada uno 18 kilos, sus piernas apenas los sostienen. Les tiran una escalera de soga y los ayudan a subir al barco. Quedan desparramados en la cubierta, llorando de felicidad. Les cuesta moverse por la cantidad de horas que han pasado en cuclillas en la embarcación.

A bordo los revisan y les dan vitaminas.

Maralyn escribe, ese día, en su diario: “118. Rescatados por barco de pesca coreano. Subimos todo a bordo. Parecen sospechar si somos rusos, pero son amables. Nos dan leche y ropa limpia. Dormimos en el cuarto de ingenieros (…) Comemos huevos, choclo, carne, pan, manteca, leche… Nos dan tabletas de vitaminas+pasta de dientes. Todas nuestras cosas son arrojadas al tanque de pescado”.

El Weolmi 306 los lleva a Honolulu, Hawaii.

Cuando están totalmente recuperados viajan a Corea para una ceremonia de agradecimiento a la tripulación del pesquero.

“Yo en ese momento sentía que estaba contento con lo que había aprendido en el mar, fue una buena educación. No podía creer que volvíamos a la civilización con los seres humanos… Empezamos a pensar que nos ofrecería ahora la civilización”, contó sobre ese momento crucial Maurice, quien había quedado parcialmente sordo de un oído por las infecciones repetidas mientras vivieron en la balsa.

La pareja no solo había subsistido sino que había funcionado como un verdadero equipo apoyándose todo el tiempo. Admirable.

Fue esta experiencia extrema la que los convirtió, luego del rescate, en vegetarianos absolutos: “Pensamos que no podíamos matar más animales y nos volvimos vegetarianos. No he vuelto a comer carne desde aquel hecho en el mar”, confesó Maurice al cineasta y explorador español Alvaro Cerezo en un documental emitido muchos años más tarde. El protagonista cuenta con arrepentimiento que un día un pájaro se posó confiado en su cabeza y él lo mató para comerlo: “Era fatal para ellos hacer eso porque nosotros los matábamos”.

La casa, un libro y el mar

Al volver de su naufragio la pareja se instaló en una casa en Hampshire, Gran Bretaña. Pero la vida civilizada había perdido el sabor, les resultaba más desabrida que antes. El mar los seguía llamando.

El revuelo por haber sido hallados vivos terminó materializándose en un libro que escribieron durante el año siguiente y su odisea se tituló 117 Days Adrift (en Estados Unidos se tituló Manteniéndose vivos). Fue publicada por Adlard Coles Nautical y se convirtió en un clásico de aventuras en las décadas del 70 y del 80.

En realidad el título no se corresponde con la realidad sino que tuvo que ver con cómo se conoció la historia, en ese momento, por la prensa. La cantidad exacta de días fue 118. Ni uno más, ni uno menos. Así está reflejado en el diario personal que llevó Maralyn a bordo.

Poco más de un año después de lo vivido, los Bailey volvieron a lanzarse al mar en un nuevo barco al que llamaron Auralyn II. Pero ya no ocurrió nada especial con estas travesías, el mundo empezó a olvidar su historia y ellos se dedicaron a gozar del anonimato.

Maralyn Bailey murió en el año 2002 con 61 años como consecuencia de un cáncer. Maurice Bailey quedó desolado. Sobrevivió muchos años más y falleció en diciembre de 2018, con 85, en completa y elegida soledad.

Al rescate del olvido

Alvaro Cerezo fue quien decidió rescatar esta historia del pasado. Dueño de un emprendimiento llamado Docastaway, con el que ayuda a la gente a pasar un tiempo en soledad en islas desérticas, en 2016 se le ocurrió filmar un documental sobre los Bailey. Al fin de cuentas, esa pareja había protagonizado una hazaña jamás superada. ¿Cómo podía la humanidad olvidar semejante aventura? se preguntaba. Eso le daba tristeza. Buscó a Maurice Bailey y logró entrevistarlo en varias oportunidades. Maurice, viudo, vivía en una soledad absoluta, en Lymington, Hants, en el Reino Unido. No por casualidad su hogar estaba muy cerca del puerto de Southampton, aquel de donde habían partido con Maralyn y su barco en 1972.

Dijo Cerezo: “Maurice y Maralyn pasaron cuatro meses en un bote inflable dañado y se convirtieron en los que más tiempo estuvieron en algo así en el mar. Desafortunadamente, no tuve la oportunidad de conocer a Maralyn. Me hubiese encantado”.

Maurice sin Maralyn no era el mismo, le pesaba mucho la ausencia de su mujer. Maurice dijo cuando Maralyn murió: “Ella era la luz en todo lo que hicimos y ahora que se ha ido no hay nada. Encuentro increíblemente solitario no tenerla alrededor (…) Si no la hubiese tenido a ella en la balsa no hubiera sobrevivido. Ella fue quien me salvó”. Cuando Cerezo le preguntó si volvería a vivir la experiencia de la balsa, Maurice respondió sin dudar: “Si pudiera hacerlo con el conocimiento previo de que alguien me va a rescatar después de cuatro meses, lo volvería hacer. Sí”.

Cerezo mantuvo con él un contacto frecuente por teléfono y por mail. Hasta que un día de diciembre de 2018, Maurice ya no le respondió. El navegante, el enamorado, el solitario Maurice, había muerto.

Un detalle no menor de esta historia es que todo lo que los Bailey contaron sobre su experiencia de vivir tanto tiempo en una balsa salvavidas ayudó a los diseñadores del mundo a mejorarlas.

La determinación de Maralyn y Maurice constituye un legado de voluntad, organización y templanza. Supieron convertir lo que habría podido ser una aventura trágica en una historia de amor, aprendizaje de la naturaleza y de soporte mutuo. Nada menos.

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