El joven que buscaba la paz y casi desata un conflicto internacional al aterrizar con su avioneta en la Plaza Roja de Moscú

El joven que buscaba la paz y casi desata un conflicto internacional al aterrizar con su avioneta en la Plaza Roja de Moscú

El caos que provocó la llegada del alemán Mathias Rust el jueves 28 de mayo de 1987 en la Plaza Roja. El joven aviador llegó desde Helsinki y nadie supo bien cuáles eran los motivos de su vuelo (AP)

 

 

 

Mathias Rust descendió en el corazón de Moscú el 28 de mayo de 1987. Llevaba el deseo de “construir un puente imaginario entre el este y el oeste”. Había sobrevolado durante siete horas el espacio aéreo soviético sin ser derribado. La aventura del alemán de 19 años que atravesó la cortina de hierro, humilló el sistema de defensa soviética, pidió hablar con Gorbachov y sobrevivió para contarlo.

Por infobae.com

Lo inspiró Perry Rhodan, una revista de ciencia ficción que consumió en su infancia. Las aventuras de un hombre a bordo de una nave espacial en exploración interplanetaria le enseñó que podía salvar el mundo en una nave. Lo maduró cuando descubrió con pesar que Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Mijail Gorbachov, secretario general del partido comunista de la Unión Soviética, no lo habían podido lograr. Asumió que era su turno de interceder. La crisis política global dependía de él -y, en la cosmovisión de entonces, de cada uno de los habitantes del mundo-. Tenía que hacer lo que hacía Rhodan en los cómics y lo que no habían podido hacer los líderes en una cumbre de Reikiavik, capital de Islandia, el 11 de octubre de 1986.

Se subió a un avión. Atravesó temerario la cortina de hierro, se infiltró en el espacio aéreo soviético, humilló la seguridad de una de las naciones más celosas de su territorialidad, aterrizó en la Plaza Roja de Moscú, a la vera del Kremlin, entre multitudes sorprendidas que lo recibieron con una cálida bienvenida. Lo intuyeron piloto amigo. No lo era exactamente. Fue la aventura de Mathias Rust, la “hazaña” de un alemán no oriental que burló el cielo más vigilado del mundo y transgredió leyes internacionales para que reine la paz y, en su naif intento por el armisticio, casi desata un conflicto bilateral.

Había nacido en Uetersen, una ciudad perteneciente a Hamburgo, sobre la ladera este de Alemania, a comienzos de la década del sesenta. Había leído en su infancia las historias ficcionadas de un astronauta inmortal que descubre tecnología de avanzada en otro planeta, había distinguido con desconsuelo el fracaso de la duodécima reunión entre los hombres más poderosos del mundo -Reagan y Gorbachov- en una sala parca de una recóndita y neutral área de Islandia. Desde el primer minuto de las cuatro horas y media de charla se percibía el desencuentro de dos posiciones antagónicas. No se selló la paz ese día del ‘86.

Lo que procuró ser un esfuerzo por acortar la belicosidad y apaciguar las diferencias en materia armamentística fue apenas un corto paso en el desmantelamiento de la arquitectura de la Guerra Fría. Rust, que siguió con atención la contienda desde el televisor de su casa, no lo entendió así. “Yo esperaba mucho de ese encuentro y sufrí una gran decepción al ver que del mismo no había salido nada”, contó.

El vuelo no fue impedido por las defensas aéreas soviéticas y la avioneta aterrizó en la Plaza Roja de Moscú luego de pasar 750 kilómetros en territorio soviético. El Cessna se puede visitar en el Deutsches Technikmuseum de Berlín

En 1985, un año antes de la cumbre de Reikiavik, un paseo en avioneta con su padre por las nubes de Hamburgo habían sembrado su deseo de anotarse en la escuela de piloto de avionetas del aeroclub de la ciudad. El 11 de mayo de 1987, un año después de la cumbre de Reikiavik y del surgimiento de su angustia política, había sumado apenas cincuenta horas de vuelo cuando en la localidad de Wedel alquiló una avioneta Reims-Cessna F172P Skyhawk II (con matrícula D-ECJB) que había sido modificada para tener depósitos adicionales de combustible en vez de butacas traseras. Dos días después despegó con destino a los países del norte de Europa. El motivo que argumentó era creíble: sumar tiempo de vuelo para obtener la licencia de piloto profesional.

Se detuvo en las Islas Shetland en el norte del Reino Unido, durmió esa noche ahí. Voló hacia las Islas Feroe, donde descansó otra noche. Pasó por la capital de Islandia, donde se había dispensado el desarme de las potencias. Descendió en Bergen, Noruega, antes de recalar en la capital finlandesa, Helsinki, el 25 de mayo de 1987. Se dedicó tres días a moldear una idea que venía elaborando. Tenía apenas 19 años. Su madre lo había descripto como “un chico tranquilo con pasión por volar”. Era más que eso: un joven intrépido, un idealista algo naif, un entusiasta de la paz. Sentía que debía estrechar los lazos que Reagan y Gorbachov no habían podido. Sentía que debía contribuir a la humanidad con un acto que nunca nadie había intentado.

Rust estaba nervioso. Se decía que el espacio aéreo soviético era infranqueable. El alemán quizás sabía que 269 personas, entre pasajeros y tripulantes, se habían muerto cinco años atrás luego de que un vuelo civil de Corea del Sur se extraviara sobre territorio comunista. No había contemplaciones ni conmiseraciones. El plan del joven piloto implicaba penetrar la cortina de hierro, hundirse en las narices soviéticas, aterrizar en el corazón del régimen y pedir hablar con el secretario general del partido. Tan osado como utópico e irreverente.

Rust cree firmemente que cambió el curso de la historia: “Visto de manera objetiva, las políticas de reforma del posterior presidente soviético Mikhail Gorbachev se habrían estancado muy pronto sin mi vuelo a Moscú” (AP Photo/Claus Eckert)

Despegó la mañana del 28 de mayo. A las autoridades del centro de control de tráfico aéreo en Helsinki les dijo que partiría rumbo a Estocolmo, Suecia. “Tomé la decisión final una media hora después de la salida. Cambié la dirección en 170 grados y me dirigí directamente hacia Moscú”, relató, según consigna la BBC. La avioneta de Rust había virado de dirección hasta desvanecerse en el radar. La desaparición de la avioneta parió una alarma. Una mancha de aceite en el mar confundió a la guardia costera, que activó una operación de rescate. Pero el piloto alemán no se había estrellado: su plan -no menos suicida- era descender en la Plaza Roja de Moscú.

Apareció en los radares soviéticos a las 14:29. Intentaron contactarlo sin suerte. Sobrevolando Estonia, un avión de guerra MiG se acercó hasta su posición: la defensa aérea le asignó el código de objetivo de combate 8255. “Pasó por mi lado izquierdo, tan cerca que pude ver a los dos pilotos sentados en la cabina y vi, por supuesto, la estrella roja del ala de la nave”, recordó. Él tenía una bandera alemana en el estabilizador vertical de su cola. Rust temió por su vida y tragó saliva. El caza no lo cazó.

Estuvo en la mira de tres baterías de misiles tierra-aire, que nunca obtuvieron la autorización para disparar. Habían pasado horas de un accidente aéreo que contribuyó, afortunadamente, a su gesta. El Cessna podía ser un avión de rescate o, mismo, un vuelo de entrenamiento de pilotos locales. Volaba bajo persiguiendo una vía ferroviaria que lo orientara hacia la capital. Aparecía y desaparecía de los radares. Las bases de seguimiento no compartían información y la burocracia del mecanismo militar demoraba las intervenciones. El sistema antiaéreo y antimisil no estaba preparado para contrarrestar la ofensa de un adolescente en su aeronave. Lo salvó la suerte: las casualidades, los malos entendidos y las falencias de una seguridad aérea no tan robusta como se creía lo guiaron a destino.

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