El hombre que decía ser un ángel, violaba a las jóvenes de su secta y asesinaba para cobrar seguros de vida

El hombre que decía ser un ángel, violaba a las jóvenes de su secta y asesinaba para cobrar seguros de vida

Daniel U. Pérez, que se hacía llamar Lou Castro, comparece ante el tribunal de distrito del condado de Sedgwick, en Wichita, Kansas, el martes 29 de mayo de 2012 (Foto AP/The Wichita Eagle, Mike Hutmacher)

 

Ron Goodwyn, detective de la oficina del alguacil del condado de Sedgwick, Wichita, tenía fama entre sus colegas de ser un perro de presa, capaz de perseguir sin descanso a los criminales hasta ponerlos detrás de las rejas. Sin embargo, a Lou Castro parecía que jamás iba a hincarle los dientes. Para 2010 llevaba siete años investigándolo sin conseguir una sola prueba que confirmara sus sospechas.

Por infobae.com





Le había echado el ojo en 2003, poco después de que Castro comprara una propiedad de ocho hectáreas en las afueras de la ciudad, con dos casas y una enorme pileta, para instalarse con un grupo de personas, casi todas mujeres jóvenes, que parecían practicar algún culto. No fue eso lo que inicialmente llamó la atención de Goodwyn, que era un hombre respetuoso de las creencias de los otros, sino la ostentación de riquezas que hacía el nuevo vecino, que no solo había comprado esa propiedad al contado, sino que también se movía en autos de lujo y flamantes camionetas 4×4 sin que se conociera la fuente de sus ingresos. La primera sospecha del detective apuntó al tráfico de drogas, pero en Angel’s Landing, como supo pronto que se llamaba el grupo que lideraba Castro, parecían estar todos limpios.

Pronto supo de qué se trataba el grupo, al que empezó a considerar una secta, porque Castro les aseguraba a sus seguidores – y ellos le creían – que era un ángel que llevaba mil años en la Tierra gracias a un secreto que le deparaba una longevidad mayor que la de Matusalén: tener relaciones sexuales con mujeres jóvenes, algo que al parecer sus fieles le brindaban con gusto. A cambio, él les diría, a su debido tiempo, cuándo iban a morir para darles la oportunidad de prepararse.

El detective Goodwyn no creía en esas cosas, pero tampoco encontraba que fueran ilegales, porque las creencias son cuestiones privadas mientras no dañen a otro. De todos modos, algo en ese hombre de rasgos aindiados que aparentaba unos 50 años le seguía molestando. Y sus sospechas aumentaron cuando quiso averiguar si tenía antecedentes: no había registros sobre Lou Castro en ningún archivo, ni siquiera una simple infracción de tránsito. El tipo estaba tan limpio que se podría decir que no existía y eso, para Goodwyn solo podía tener una explicación: que la de Lou Castro era una identidad falsa.

Por eso el policía al que sus compañeros comparaban con un perro de presa no se dio por vencido, aunque demoraría siete años en probar que su olfato no había fallado y que el supuesto Castro se llamaba en realidad Daniel Pérez y era un abusador de menores y asesino en serie que utilizaba la cobertura que le brindaba Angel’s Landing para violar, matar y cobrar los seguros de vida de sus seguidores.

Para que pudiera descubrirlo y ponerlo tras las rejas hicieron falta la investigación de una muerte aparentemente accidental, la declaración tardía de una adolescente sobre lo que había visto cuando tenía solo once años, la ayuda de un agente del FBI, la lectura de un aviso fúnebre y la conexión entre crímenes cometidos en por lo menos cuatro estados.

Una mujer ahogada

Es posible -porque él mismo reconocería años después- que Goodwyn dejara de investigar a Lou Castro si en junio de 2003 no hubiese muerto una mujer, ahogada en un supuesto accidente ocurrido en la pileta del predio donde vivían los miembros de Angel’s Landing.

La occisa -como se la llamaba en el informe policial- se llamaba Patricia Hughes, tenía 26 años, estaba casada y tenía una hija pequeña. Cuando la mujer apareció muerta en la pileta, el propio Castro llamó a la policía y declaró que él no había visto nada, pero que una de las niñas de la comunidad había sido testigo de cuando Patricia se había arrojado al agua para rescatar a su pequeña hija que se había caído en la pileta. Como la nena confirmó la versión del líder de la secta y la autopsia determinó que la mujer había muerto ahogada, el caso quedó cerrado como muerte accidental, pero a Goodwyn no dejó de darle mala espina.

Se propuso entonces averiguar quién era realmente el hombre al que conocía como Lou Castro. Gracias a un control de tránsito pudo saber que su sospechoso tenía una licencia de conducir de Dakota del Sur, lo que lo ayudó a focalizar geográficamente la búsqueda de información con los pobres buscadores de Internet de la época. Encontró un solo dato, pero le pareció revelador: era un aviso fúnebre donde Lou Castro aparecía como hermano de una mujer llamada Mona Griffith, muerta en un accidente en 2001, en el que también habían perdido la vida su pareja y una pequeña hija. A la vez, en distintas bases de datos, Goodwyn consiguió información sobre todas las personas que vivían en la propiedad de la secta, pero nada sobre Castro. Para el detective fue evidente que su sospechoso ocultaba su verdadera identidad.

Poco después le llegó otro dato desde Dakota del Sur: Castro era el beneficiario de un seguro de vida de Mona Griffith y había cobrado una suma casi millonaria tras la muerte de la mujer. Casualidad o no, también era el titular de un seguro de vida por un millón de dólares contratado por Patricia Hughes. Eso tampoco era un delito, pero no dejaba de llamar la atención que la gente a su alrededor moría en accidentes y que esas muertes le producían dinero.

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